DeCLASIFICACIÓN:
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EMOCIONES - CELOS
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AUTOR:
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Liana Castelló
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EDAD:
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A partir de cuatro años
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WEBGRAFÍA
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http://wwwencuentos.com
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QUE TRABAJAMOS:
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Los celos y la envidia.
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Todos conocemos al famoso ratón Pérez, quien recoge nuestros dientes de
leche y los de todos los niños del mundo cuando éstos se caen, dejando paso a
los dientes definitivos y se los dejamos bajo nuestras almohadas.
Lo que casi nadie sabe es que Pérez no es un solo ratón, sino una gran
familia de Pérez de todos los tamaños y colores de pelaje, distribuida en todo
el mundo. Gracias a que son una familia tan pero tan grande, pueden cumplir con
cada cartita que dejan los niños y entregarle a cada uno su regalito.
Hoy vamos a conocer la historia de un ratoncito de la gran familia Pérez
que vivía en un pueblo pequeño, y de otro ratoncito desconocido que vivía en el
mismo pueblo y se llamaba Gómez.
Nuestro amiguito Pérez tenía en su cuevita la colección más grande y bella
de dientes de todo el pueblo, todos blancos como las nubes y brillantes como el
sol. Los cuidaba con mucho esmero porque para él eran su tesoro más preciado.
Los tenía bien ordenados, clasificados por edades, por el tono del esmalte,
todo bien organizadito.
Ahora hablemos del otro ratón de esta historia: Gómez. Este ratoncito
también formaba parte de una familia muy, pero muy grande, con una gran
diferencia: los Gómez nunca pudieron destacarse en nada, tal vez porque nada
hacían con ganas y amor. El hecho de no ser famoso le daba mucha bronca a este
ratoncito, y que los Pérez sí lo fueran le daba muchísima envidia.
Vivía muy enojado porque ningún niño le dejaba sus dientes; jamás recibía
una cartita, ni por equivocación, ni siquiera le llegaba una factura de luz o
gas, porque en su cueva no había.
Cierto día, el ratoncito Gómez, muy molesto por esta situación y muy celoso
de la fama de Pérez, decidió que algo tenía que hacer.
– ¿Qué tienen los Pérez que yo no
tenga? –se preguntó con envidia–. ¿Por qué todos los niños les confían sus
dientes a ellos y a nosotros ni siquiera una muela cariada?
– ¡Porque así lo dice la tradición! –contestó toda su familia junta y a los
gritos.
–Pues la tradición tendrá que cambiar, se los aseguro.
Se puso a pensar cómo podrían él y su familia lograr una colección de
dientes más grande que la de los Pérez. No fue fácil pensar en cómo obtenerla,
sabía de la gran fama de sus competidores. Sabía también que los dientitos que
los Pérez obtenían eran dientes que se caían en forma natural, es decir, que la
naturaleza misma hacía que a medida que un niño iba creciendo, sus dientes de
leche eran remplazados por dientes definitivos.
Por ello, había que idear una forma de obtener dientes, aunque no fuera
natural.
Gómez y familia empezaron a pensar la forma de superar a los Pérez.
– ¿Y si los robamos? Les sacamos todos los dientes y se quedan sin un pito
y sin un diente también de paso –dijo el tío Atorrantón Gómez, quien, como ya
lo dice su nombre, era el más atorrante de la familia.
– ¡Vos estás loco! ¿Cómo hacemos
para sacar semejante cantidad de dientes sin que nadie se dé cuenta? ¿Queréis
que terminemos presos?
– ¡Ni loco que estuviera! –Contestó
Atorrantón, mientras se acomodaba sus largos bigotes–. Entonces ¿qué se te
ocurre?
–Tiene que ser algo más sutil, más
delicado.
– ¿Útil y ordenado? ¿De qué estamos
hablando? –preguntó la abuela Gómez, que era bastante sordita.
–No abuela, quise decir que debemos
hacerlo de otra manera.
– ¿Usando una manguera? ¿Así piensan
que van a conseguir más dientes que los Pérez? ¿Y cómo la usarían? –preguntó la
abuela, quien nuevamente había entendido gato por liebre.
–Yo insisto, ¿y si buscamos una
manera disimulada de robar la colección? –comentó Atorrantón.
– ¿Se te cayó el pantalón? ¡Qué
descuidado sois, Atorrantón! –dijo la abuela.
– ¡Bueno, basta! –intervino Roña Gómez, un tío que jamás se bañaba–. Hay
que pensar un plan.
–Yo no hice flan –agregó la abuela.
Ya nadie quiso contestarle a la pobre abuelita y se dedicaron a pensar en
silencio el gran plan para obtener dientes.
– ¡Tengo una gran idea! ¡Esto sí va
a funcionar! –dijo Gómez.
Entusiasmados, todos se dispusieron a escuchar. Bueno, todos menos la
abuela, que entusiasmada estaba, sí, pero escuchar… lo que se dice escuchar, no
escuchaba mucho.
–Pensemos un poco. ¿Qué es lo que más les gusta a los niños?
– ¡Jugar, jugar y jugar! –contestaron casi todos los miembros de la familia
reunidos.
–Tienen razón, pero yo me refiero a otra cosa que también les gusta mucho.
– ¡¿Que fumaste un pucho?! ¡Eso no es bueno, querido!
Ignorando el comentario de la abuela, Gómez contó su idea a la familia:
–Además de jugar, lo que más les gusta a los niños son las golosinas.
– ¿Vamos a robar golosinas? –preguntó Atorrantón.
–No. Conseguiremos muchos dientes pero sin robar ni uno solo de ellos.
–Lo veo difícil sobrino, ¿de qué manera los podríamos obtener?
–Mi idea es llenar el pueblo de golosinas, tentar a todos los chicos para
que puedan comerlas a cada momento, en cada lugar y a cada hora.
– ¿Y qué ganarías con eso? ¡Qué engorden como cerdos! –preguntó Atorrantón.
– ¿No se dan cuenta? –preguntó Gómez a todos.
– ¿Que nos demos vuelta? –Preguntó la abuela. ¿Y para qué?
Nadie, excepto la abuelita, contestó. Era evidente que ninguno en la
familia se daba cuenta de su plan.
–La cosa es así: si los niños empezarán a comer y comer golosinas sin
parar, sus dientes se enfermarán y tendrán que ir al dentista del pueblo a que
se los saquen, porque ya no tendrán arreglo.
– ¡Oh! ¡Qué plan tan sucio, parece ideado por mí –comentó Roña Gómez.
– ¿Y cómo harás para juntar los dientes que saque el Dr. Torno? ¿Se los vas
a robar? –intervino Atorrantón.
– ¿Que los van a probar? ¡Qué asco! –dijo la abuela.
–El Dr. Torno pone todos los dientes y muelas que saca en una bolsa de
basura especial, que luego al final del día, su secretaria deja junto a los
otros residuos. Todo es cuestión de sacar cada día la bolsa de los dientes
enfermos.
Y así fue como los Gómez pusieron su plan (no su flan) en marcha. Como
lograban acceder a los sótanos y a los depósitos de los quiosqueros del pueblo,
sacaron todas las golosinas que pudieron y las dejaron repartidas por todos
lados.
Caramelos, pirulines, chocolates, pastillas, chupetines de todos los
tamaños, colores y formas inundaron el pueblo.
Como era de esperar, todos los niños se abalanzaron hacia las golosinas,
una y otra vez, pues los Gómez las reponían no bien se terminaban.
Todos en el pueblo culpaban a los quiosqueros, quienes ya no sabían cómo
explicar que no tenían nada que ver en el asunto.
La cosa fue que el plan de los Gómez dio resultado, al cabo de un tiempo,
todos los niños del pueblo empezaron a tener caries, cada vez más grandes, cada
vez peores. El Dr. Torno ya no tenía turnos libres, las bolsas destinadas a los
dientes enfermos que se sacaban se apilaban unas sobre otras al terminar la
jornada.
– ¡Les dije que esto iba a resultar!
–comentó entusiasmado Gómez a toda su familia.
– ¿Que vas a vomitar? Eso te pasa
por andar comiendo asquerosidades, ¡ya lo decía yo! –le contestó la abuelita.
–Pero al final terminamos robando,
no dientes, pero sí golosinas –agregó Atorrantón.
–Y bueno, el fin justifica los
medios. De alguna manera tenía que ganarles a los Pérez y ésta fue la única que
se me ocurrió –le dijo Gómez.
–Ya lo decía yo, un trabajo sucio…
–agregó Roña.
La envidia y los celos jamás ayudan a hacer cosas buenas, todo lo
contrario. No sólo los Gómez estaban enfermando la dentadura de todos los niños
del pueblo, sino que, como decía el tío, robaban las golosinas para lograr su
cometido y perjudicaban a los quiosqueros, a quienes las personas acusaban sin
razón. Al cabo de un tiempo, las cuevitas de los Gómez estaban repletas de
dientes que se apilaban unos con otros.
La sonrisa del pueblo había cambiado, pues habían cambiado sus niños.
Tenían sus bocas llenas de agujeros, arreglos plateados o dorados que no
quedaban nada bien, más de uno se tapaba la boca al hablar pues le daba
vergüenza su dentadura y ni hablar de comer cosas duras. No se vendieron más
turrones, ni siquiera para Navidad.
Hay que reconocer que en esta historia no sólo los Gómez se equivocaron,
los chicos también, por no hacerles caso a sus papás, por no vencer la
tentación de comer todo lo que estaba a su alcance. Pero, volvamos a los Gómez:
Como decíamos antes, las cuevas ya no daban abasto, los dientes y muelas
cariadas salían por todos los costados y allí, justo allí, cuando creían haber
logrado su cometido superando a los Pérez, empezaron los problemas.
Como los dientes que habían recolectado eran dientes enfermitos, empezaron
a despedir un olor horrible. Ya no se aguantaba. Las moscas empezaron a dar
vueltas alrededor de la pila de dientes y realmente no se sabía qué había más,
si moscas o dientitos.
Las cuevas se habían convertido en lugares donde no se podía vivir, las
moscas, el olor, el poco espacio. Las cosas no habían sucedido como las habían
planeado. Generalmente, esto sucede cuando lo que se planea hacer no es algo
bueno y el motor de ese plan son la envidia y los celos.
Los Gómez no sabían qué hacer realmente, su colección de dientes daba asco,
en realidad ya no les importaba si superaba a la de los Pérez o no, sólo
querían deshacerse de ella y vivir en sus cuevas con espacio y sin olor, como
antes.
– ¿Y ahora qué hacemos? ¿Cómo podemos sacarnos de encima todos estos
dientes sucios y malolientes? –preguntó Gómez.
–Ojalá alguien nos los robara –contestó Atorrantón.
–Algo hay que hacer, yo abandono esta competencia, ya no me interesa
ganarles a los Pérez. Allá ellos con sus dientes, cartas y toda esa historia
–dijo muy serio Gómez–. Además, los chicos del pueblo ya no sonríen por mi
culpa, para no mostrar los agujeros que les quedaron en la boca.
–Hay que reconocer que los Pérez sí saben hacer las cosas, sin robar nada
ni dañar a nadie –comentó Atorrantón.
–A mí esto me olió mal de entrada –decía Roña.
Toda la familia estaba arrepentida, pero el más arrepentido era Gómez,
porque realmente se dio cuenta de que por envidioso, hizo daño a los niños del
pueblo, a su familia y a sí mismo. Evidentemente no era bueno sentir envidia y
no estaba para nada contento con lo que había hecho.
–Bueno familia, hay que reconocer
que perdimos, no importa el resultado de esta competencia, perdimos desde el
principio, por hacer las cosas mal –dijo Gómez con la cabecita muy baja.
En eso entró Benjamín Gómez, el
hijito menor de Gómez: gritaba y corría muy entusiasmado.
– ¡Escuchen todos! ¡Se me cayó el
primer diente!
Se miraron unos a otros sin saber
qué hacer o decir.
Entonces Gómez pensó que era hora de empezar a hacer las cosas bien. Tomó a su hijo de las manitos y le dijo: esta
noche pon el diente bajo tu almohada para que venga el ratón Pérez, vas a ver
que por la mañana, encontrarás una linda sorpresa. FIN
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