CLASIFICACIÓN:
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EMOCIONES - MIEDO
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AUTOR:
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Los hermanos Grimm
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EDAD:
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A partir de tres años
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WEBGRAFÍA
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http://bibliotecasvirtuales.com
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QUE TRABAJAMOS:
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Vencer al miedo
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No
hace mucho tiempo que existía un humilde sastrecillo que se ganaba la vida
trabajando con sus hilos y su costura, sentado sobre su mesa, junto a la
ventana; risueño y de buen humor, se había puesto a coser a todo trapo. En esto
pasó par la calle una campesina que gritaba:
— ¡Rica mermeladaaaa...
Barataaaa! ¡Rica mermeladaaa, barata!
Este pregón sonó a
gloria en sus oídos. Asomando el sastrecito su fina cabeza por la ventana,
llamó:
— ¡Eh, mi amiga! ¡Sube,
que aquí te aliviaremos de tu mercancía!
Subió la campesina los
tres tramos de escalera con su pesada cesta a cuestas, y el sastrecito le hizo
abrir todos y cada uno de sus pomos. Los inspeccionó uno por uno acercándoles
la nariz y, por fin, dijo:
—Esta mermelada no me
parece mala; así que pásame cuatro onzas, muchacha, y si te pasas del cuarto de
libra, no vamos a pelearnos por eso.
La
mujer, que esperaba una mejor venta, se marchó malhumorada y refunfuñando:
— ¡Vaya! —Exclamo el
sastrecito, frotándose las manos—. ¡Que Dios me bendiga esta mermelada y me de
salud y fuerza!
Y, sacando el pan del
armario, cortó una gran rebanada y la untó a su gusto. «Parece que no sabrá
mal», se dijo. «Pero antes de probarla, terminaré esta chaqueta.»
Dejó el pan sobre la
mesa y reanudó la costura; y tan contento estaba, que las puntadas le salían
cada vez más largas.
Mientras tanto, el
dulce aroma que se desprendía del pan subía hasta donde estaban las moscas
sentadas en gran número y éstas, sintiéndose atraídas por el olor, bajaron en
verdaderas legiones.
— ¡Eh, quién las invitó a ustedes! —dijo el
sastrecito, tratando de espantar a tan indeseables huéspedes. Pero las moscas,
que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso, volvían a la carga en
bandadas cada vez más numerosas.
Por fin el sastrecito perdió la paciencia, sacó un
pedazo de paño del hueco que había bajo su mesa, y exclamando: «¡Esperen, que
yo mismo voy a servirles!», descargó sin misericordia un gran golpe sobre
ellas, y otro y otro. Al retirar el paño y contarlas, vio que por lo menos
había aniquilado a veinte.
«¡De lo que soy capaz!», se dijo, admirado de su
propia audacia. «La ciudad entera tendrá que enterarse de esto» y, de prisa y
corriendo, el sastrecito se cortó un cinturón a su medida, lo cosió y luego le
bordó en grandes letras el siguiente letrero: SIETE DE UN GOLPE.
« ¡Qué digo la ciudad!», añadió. « ¡El mundo entero
se enterará de esto!»
Y de puro contento, el corazón le temblaba como el
rabo al corderito.
Luego se ciñó el cinturón y se dispuso a salir por
el mundo, convencido de que su taller era demasiado pequeño para su valentía.
Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la casa a ver si encontraba algo
que le sirviera para el viaje; pero sólo encontró un queso viejo que se guardó
en el bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había enredado en un
matorral, y también se lo guardó en el bolsillo para que acompañara al queso. Luego
se puso animosamente en camino, y como era ágil y ligero de pies, no se cansaba
nunca.
El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando
llegó a lo más alto, se encontró con un gigante que estaba allí sentado,
mirando pacíficamente el paisaje. El sastrecito se le acercó animoso y le dijo:
— ¡Buenos días,
camarada! ¿Qué, contemplando el ancho mundo? Por él me voy yo, precisamente, a
correr fortuna. ¿Te decides a venir conmigo?
El
gigante lo miró con desprecio y dijo:
— ¡Quítate de mi vista,
monigote, miserable criatura!
— ¿Ah, sí? —Contestó el
sastrecito, y, desabrochándose la chaqueta, le enseñó el cinturón—-¡Aquí puedes
leer qué clase de hombre soy!
El gigante leyó: SIETE
DE UN GOLPE, y pensando que se tratara de hombres derribados por el sastre,
empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba.
Agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas de agua.
— ¡A ver si lo haces
—dijo—, ya que eres tan fuerte!
— ¿Nada más que eso? —Contestó
el sastrecito—. ¡Es un juego de niños!
Y metiendo la mano en
el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el jugo.
— ¿Qué me dices? Un
poquito mejor, ¿no te parece?
El gigante no supo qué
contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa aquel hombrecito. Tomando
entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía seguirla.
—Anda, pedazo de
hombre, a ver si haces algo parecido.
—Un buen tiro —dijo el
sastre—, aunque la piedra volvió a caer a tierra. Ahora verás —y sacando al
pájaro del bolsillo, lo arrojó al aire. El pájaro, encantado con su libertad,
alzó rápido el vuelo y se perdió de vista.
— ¿Qué te pareció este
tiro, camarada? —preguntó el sastrecito.
—Tirar, sabes —admitió
el gigante—. Ahora veremos si puedes soportar alguna carga digna de este
nombre—y llevando al sastrecito hasta un inmenso roble que estaba derribado en
el suelo, le dijo—: Ya que te las das de forzudo, ayúdame a sacar este árbol
del bosque.
—Con gusto —respondió
el sastrecito—. Tú cárgate el tronco al hombro y yo me encargaré del ramaje,
que es lo más pesado.
En cuanto estuvo el
tronco en su puesto, el sastrecito se acomodó sobre una rama, de modo que el
gigante, que no podía volverse, tuvo de cargar también con él, además de todo
el peso del árbol. El sastrecito iba de lo más contento allí detrás, silbando
aquella tonadilla que dice: «A caballo salieron los tres sastres», como si la
tarea de cargar árboles fuese un juego de niños.
El gigante, después de
arrastrar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:
— ¡Eh, tú! ¡Cuidado,
que tengo que soltar el árbol!
El sastre saltó
ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si lo hubiese
sostenido así todo el tiempo, y dijo:
— ¡Un grandullón como
tú y ni siquiera eres capaz de cargar un árbol!
Siguieron andando y, al
pasar junto a un cerezo, el gigante, echando mano a la copa, donde colgaban las
frutas maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre,
invitándolo a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil para
sujetar el árbol, y en cuanto lo soltó el gigante, volvió la copa a su primera
posición, arrastrando consigo al sastrecito por los aires. Cayó al suelo sin
hacerse daño, y el gigante le dijo:
— ¿Qué es eso? ¿No
tienes fuerza para sujetar este tallito enclenque?
—No es que me falte
fuerza —respondió el sastrecito—. ¿Crees que semejante minucia es para un
hombre que mató a siete de un golpe? Es que salté por encima del árbol, porque
hay unos cazadores allá abajo disparando contra los matorrales. ¡Haz tú lo
mismo, si puedes!
El gigante lo intentó,
pero se quedó colgando entre las ramas; de modo que también esta vez el
sastrecito se llevó la victoria. Dijo entonces el gigante:
—Ya que eres tan
valiente, ven conmigo a nuestra casa y pasa la noche con nosotros.
El sastrecito aceptó la
invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna, encontraron a varios
gigantes sentados junto al fuego: cada uno tenía en la mano un cordero asado y
se lo estaba comiendo. El sastrecito miró a su alrededor y pensó: «Esto es mucho
más espacioso que mi taller.»
El gigante le enseñó
una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin embargo, era demasiado
grande para el hombrecito; así que, en vez de acomodarse en ella, se acurrucó
en un rincón. A medianoche, creyendo el gigante que su invitado estaría
profundamente dormido, se levantó y, empuñando una enorme barra de hierro,
descargó un formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse, en la
certeza de que había despachado para siempre a tan impertinente grillo. A la madrugada,
los gigantes, sin acordarse ya del sastrecito, se disponían a marcharse al
bosque cuando, de pronto, lo vieron tan alegre y tranquilo como de costumbre.
Aquello fue más de lo que podían soportar, y pensando que iba a matarlos a
todos, salieron corriendo, cada uno por su lado.
El sastrecito prosiguió
su camino, siempre con su puntiaguda nariz por delante. Tras mucho caminar,
llegó al jardín de un palacio real, y como se sentía muy cansado, se echó a
dormir sobre la hierba. Mientras estaba así durmiendo, se le acercaron varios
cortesanos, lo examinaron par todas partes y leyeron la inscripción: SIETE DE
UN GOLPE.
— ¡Ah! —exclamaron—.
¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que estamos en paz? Sin
duda, será algún poderoso caballero.
Y corrieron a dar la
noticia al rey, diciéndole que en su opinión sería un hombre extremadamente
valioso en caso de guerra y que en modo alguno debía perder la oportunidad de
ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo, y envió a uno de sus
nobles para que le hiciese una oferta tan pronto despertara. El emisario
permaneció en guardia junto al durmiente, y cuando vio que éste se estiraba y
abría los ojos, le comunicó la proposición del rey.
—Justamente he venido
con ese propósito —contestó el sastrecito—. Estoy dispuesto a servir al rey
—así que lo recibieron honrosamente y le prepararon toda una residencia para él
solo.
Pero los soldados del
rey lo miraban con malos ojos y, en realidad, deseaban tenerlo a mil millas de
distancia.
— ¿En qué parará todo
esto? —Comentaban entre sí—. Si nos peleamos con él y la emprende con nosotros,
a cada golpe derribará a siete. No hay aquí quien pueda enfrentársele.
Tomaron, pues, la
decisión de presentarse al rey y pedirle que los licenciase del ejército.
—No estamos preparados
—le dijeron— para luchar al lado de un hombre capaz de matar a siete de un
golpe.
El rey se disgustó
mucho cuando vio que por culpa de uno iba a perder tan fieles servidores: ya se
lamentaba hasta de haber visto al sastrecito y de muy buena gana se habría
deshecho de él. Pero no se atrevía a despedirlo, por miedo a que acabara con él
y todos los suyos, y luego se instalara en el trono. Estuvo pensándolo por
horas y horas y, al fin, encontró una solución.
Mandó decir al
sastrecito que, siendo tan poderoso hombre de armas como era, tenía una oferta
que hacerle. En un bosque del país vivían dos gigantes que causaban enormes
daños con sus robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía
acercárseles sin correr peligro de muerte. Si el sastrecito lograba vencer y
exterminar a estos gigantes, recibiría la mano de su hija y la mitad del reino
como recompensa. Además, cien soldados de caballería lo auxiliarían en la
empresa.
« ¡No está mal para un
hombre como tú!» se dijo el sastrecito. «Que a uno le ofrezcan una bella
princesa y la mitad de un reino es cosa que no sucede todos los días.» Así que
contestó:
—Claro que acepto.
Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no me hacen falta los cien jinetes.
El que derriba a siete de un golpe no tiene por qué asustarse con dos.
Así, pues, el
sastrecito se puso en camino, seguido por cien jinetes. Cuando llegó a las
afueras del bosque, dijo a sus seguidores:
—Esperen aquí. Yo solo
acabaré con los gigantes.
Y de un salto se
internó en el bosque, donde empezó a buscar a diestro y siniestro. Al cabo de
un rato descubrió a los dos gigantes. Estaban durmiendo al pie de un árbol y
roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y abajo. El
sastrecito, ni corto ni perezoso, eligió especialmente dos grandes piedras que
guardó en los bolsillos y trepó al árbol. A medio camino se deslizó por una
rama hasta situarse justo encima de los durmientes, y, acto seguido, hizo muy
buena puntería (pues no podía fallar) pues de lo contrario estaría perdido.
Los gigantes, al
recibir cada uno un fuerte golpe con la piedra, despertaron echándose entre
ellos las culpas de los golpes. Uno dio un empujón a su compañero y le dijo:
— ¿Por qué me pegas?
—Estás soñando
—respondió el otro—. Yo no te he pegado.
Se volvieron a dormir,
y entonces el sastrecito le tiró una piedra al segundo.
— ¿Qué significa esto?
—Gruñó el gigante—. ¿Por qué me tiras piedras?
—Yo no te he tirado
nada —gruñó el primero.
Discutieron todavía un
rato; pero como los dos estaban cansados, dejaron las cosas como estaban y
cerraron otra vez los ojos. El sastrecito volvió a las andadas. Escogiendo la
más grande de sus piedras, la tiró con toda su fuerza al pecho del primer
gigante. ¡Esto ya es demasiado! —vociferó furioso. Y saltando como un loco,
arremetió contra su compañero y lo empujó con tal fuerza contra el árbol, que lo
hizo
estremecerse hasta la
copa. El segundo gigante le pagó con la misma moneda, y los dos se enfurecieron
tanto que arrancaron de cuajo dos árboles enteros y estuvieron aporreándose el
uno al otro hasta que los dos cayeron muertos. Entonces bajó del árbol el
sastrecito.
«Suerte que no
arrancaron el árbol en que yo estaba», se dijo, «pues habría tenido que saltar
a otro como una ardilla. Menos mal que nosotros los sastres somos livianos.»
Y desenvainando la
espada, dio un par de tajos a cada uno en el pecho. Enseguida se presentó donde
estaban los caballeros y les dijo:
—Se acabaron los
gigantes, aunque debo confesar que la faena fue dura. Se pusieron a arrancar
árboles para defenderse. ¡Venirle con tronquitos a un hombre como yo, que mata
a siete de un golpe!
— ¿Y no estás herido?
—preguntaron los jinetes.
—No piensen tal cosa
—dijo el sastrecito—. Ni siquiera, despeinado.
Los jinetes no podían
creerlo. Se internaron con él en el bosque y allí encontraron a los dos
gigantes flotando en su propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados
de cuajo.
El sastrecito se
presentó al rey para pedirle la recompensa ofrecida; pero el rey se hizo el
remolón y maquinó otra manera de deshacerse del héroe.
—Antes de que recibas
la mano de mi hija y la mitad de mi reino —le dijo—, tendrás que llevar a cabo
una nueva hazaña. Por el bosque corre un unicornio que hace grandes destrozos,
y debes capturarlo primero.
—Menos temo yo a un
unicornio que a dos gigantes —respondió el sastrecito—-Siete de un golpe: ésa
es mi especialidad.
Y se internó en el
bosque con un hacha y una cuerda, después de haber rogado a sus seguidores que
lo aguardasen afuera.
No tuvo que buscar
mucho. El unicornio se presentó de pronto y lo embistió ferozmente, decidido a
ensartarlo de una vez con su único cuerno.
Poco a poco; la cosa no
es tan fácil como piensas —dijo el sastrecito.
Plantándose muy quieto
delante de un árbol, esperó a que el unicornio estuviese cerca y, entonces,
saltó ágilmente detrás del árbol. Como el unicornio había embestido con fuerza,
el cuerno se clavó en el tronco tan profundamente, que por más que hizo no pudo
sacarlo, y quedó prisionero.
« ¡Ya cayó el
pajarito!», dijo el sastre, saliendo de detrás del árbol. Ató la cuerda al
cuello de la bestia, cortó el cuerno de un hachazo y llevó su presa al rey.
Pero éste aún no quiso
entregarle el premio ofrecido y le exigió un tercer trabajo. Antes de que la
boda se celebrase, el sastrecito tendría que cazar un feroz jabalí que rondaba
por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría con la ayuda de los
cazadores.
— ¡No faltaba más! —Dijo
el sastrecito—. ¡Si es un juego de niños!
Dejó a los cazadores a
la entrada del bosque, con gran alegría de ellos, pues de tal modo los había
recibido el feroz jabalí en otras ocasiones, que no les quedaban ganas de
enfrentarse con él de nuevo.
Tan pronto vio al
sastrecito, el jabalí lo acometió con los agudos colmillos de su boca espumeante,
y ya estaba a punto de derribarlo, cuando el héroe huyó a todo correr, se
precipitó dentro de una capilla que se levantaba por aquellas cercanías. Subió
de un salto a la ventana del fondo y, de otro salto, estuvo enseguida afuera.
El jabalí se abalanzó tras él en la capilla; pero ya el sastrecito había dado
la vuelta y le cerraba la puerta de un golpe, con lo que la enfurecida bestia
quedó prisionera, pues era demasiado torpe y pesada para saltar a su vez por la
ventana. El sastrecito se apresuró a llamar a los cazadores, para que la
contemplasen con sus propios ojos.
El rey tuvo ahora que
cumplir su promesa y le dio la mano de su hija y la mitad del reino,
agregándole: «Ya eres mi heredero al trono».
Se celebró la boda con
gran esplendor, y allí fue que se convirtió en todo un rey el sastrecito
valiente. FIN
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